martes, 5 de enero de 2016

Sobre el ludópata que habita en nuestro interior

“Si tropiezas y caes al suelo, levántate enérgicamente. Si vuelves a tropezar, vuélvete a levantar. Si tropiezas una tercera vez, no camines, siéntate y analiza cual es el motivo por el que tropiezas”.               leído en Emprendices.co

La sociedad define como ludópatas a quienes desarrollan una conducta compulsiva hacia el juego que, en el ámbito de la salud,  es conocida como “juego patológico”. Las consecuencias de esta enfermedad son ampliamente conocidas por las Asociaciones que ayudan a este tipo de enfermos. Pérdida de autoestima, ruina económica y desarraigo familiar, son alguna de ellas. Síntomas como la carencia de voluntad para dejar de jugar y la culpabilidad posterior por no poder controlar la situación, crean un círculo vicioso del que el enfermo trata de salir infructuosamente. Eso es así, porque en la mayoría de veces el ludópata, trata de recuperar su autoestima exponiéndose nuevamente a las mismas circunstancias que causaron su pérdida.

En ese sentido, los medios de comunicación, para argumentar las consecuencias de esta enfermedad, nos muestran a un jugador que de forma irresponsable pierde su dignidad y su patrimonio en las máquinas, o en las mesas de juego.  Esa imagen que nos presentan, no es otra que la de un enfermo que, como cualquier otro, precisa de tratamiento. Sin embargo, cuando leemos los artículos que describen ese tipo de “alarma social”, fácilmente podríamos caer en el error de pensar que el juego, como tal, es algo deleznable que conviene erradicar, olvidando tal vez que es jugando como crecimos y como llegamos a ser lo que somos. Los juegos de guerra, los de estrategia, los de cálculo e incluso los que evocaban deseos imposibles de realizar, desarrollaron en nosotros la competitividad necesaria para, de mayores, afrontar los retos que la sociedad nos impone.

Por eso, además de hacer proselitismo sobre las consecuencias del juego patológico, los mismos profesionales que lo denuncian, deberían divulgar, a su vez, las causas que lo propician. La rivalidad ha formado siempre parte de nuestra vida. A mi entender, desde pequeños competimos por el afecto de nuestros padres, más tarde por el reconocimiento de nuestros tutores o maestros y por último, por aquella plaza laboral que nos de la seguridad que buscamos. Ello nos obliga a actuar en los límites de nuestras posibilidades, buscando ir más allá continuamente. Sin riesgo no hay beneficio; sin diferencia, no hay identidad. De hecho, la personalidad, queda configurada por la lucha que sostenemos para ser reconocidos por los demás a través de nuestros valores, sentimientos y habilidades. Es la falta de ese reconocimiento lo que crea inseguridad y lleva a las personas a trasgredir sus propios límites. Así pues, competimos para poder sentirnos autónomos, para no ser dependientes, en una sociedad tremendamente competitiva.

El niño cuando nace trae consigo la semilla de la individualidad y debe competir para conservarla. Más tarde, cuando sea capaz de concebir la utopía tendrá, casi con toda certeza, que superar la frustración de no alcanzarla. Es por eso que deberá continuamente reafirmarse, para no caer en la despersonalización de una sociedad que loa a los vencedores y castiga con el ostracismo a los que no han alcanzado el éxito. Podría decirse, que venimos obligados a ganar para hacer bueno aquello de …”yo no soy tonto” y en ese sentido, la necesidad de no parecerlo, convierte al jugador en adicto y al empresario que lucha contra la crisis, en un ludópata en ciernes que, cada día,  se juega su empresa contra las tendencias del mercado. 

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